50. Un cuaderno de Suiza
De niña tenía una extraña obsesión con «las cosas de papelería». Me encantaban y especialmente lo que no había en España, lo que era diferente.
La suerte de haber nacido en una familia tan viajera en este caso se traducía en que, cualquiera que fuera el destino de donde vinieran mis padres, siempre para la cría (yo) había «cosas de papelería». Esperaba con auténtica expectativa el momento abrir las maletas y desenvolver eso que me hacía más ilusión que cualquier otro regalo, por bueno que fuera.
Lo que más me hacía vibrar eran los cuadernos de Suiza. Muy gorditos, sin espiral, de cuadritos algo más grandes que los de España, pero con las líneas muy finas, como me gustaba. Pero lo que los hacía realmente diferentes es que la cuadrícula no ocupaba toda la página, había un recuadro blanco en todo el borde y eso me parecía lo más bonito y especial del mundo.
Jamás los usaba para el cole, los guardaba como oro para alguna ocasión muy especial… Ocasión que nunca encontraba, porque no quería «estropearlos» y así acumulaban en mi estantería, nuevos, brillantes, de colores, a la espera de su debut con paciencia y confianza.
Hasta que ocurrió.