50. Un cuaderno de Suiza
De niña tenía una extraña obsesión con «las cosas de papelería». Me encantaban y especialmente lo que no había en España, lo que era diferente.
La suerte de haber nacido en una familia tan viajera en este caso se traducía en que, cualquiera que fuera el destino de donde vinieran mis padres, siempre para la cría (yo) había «cosas de papelería». Esperaba con auténtica expectativa el momento abrir las maletas y desenvolver eso que me hacía más ilusión que cualquier otro regalo, por bueno que fuera.
Lo que más me hacía vibrar eran los cuadernos de Suiza. Muy gorditos, sin espiral, de cuadritos algo más grandes que los de España, pero con las líneas muy finas, como me gustaba. Pero lo que los hacía realmente diferentes es que la cuadrícula no ocupaba toda la página, había un recuadro blanco en todo el borde y eso me parecía lo más bonito y especial del mundo.
Jamás los usaba para el cole, los guardaba como oro para alguna ocasión muy especial… Ocasión que nunca encontraba, porque no quería «estropearlos» y así acumulaban en mi estantería, nuevos, brillantes, de colores, a la espera de su debut con paciencia y confianza.
Hasta que ocurrió.
El día que empezó todo.
Lo que alivió mucho a esa Hellen con hormonas despertando de su letargo para encaminar la terrible y agitada adolescencia.
Sería 1980. Me sentía rara. Alborotada. Con algo dentro que no entendía. Posiblemente comenzaba a ver que en casa las cosas no eran el cuento de hadas, yo me peleaba con el cambio de mi cuerpo, no me sentía ya niña, pero tampoco era adulta.
Todos hemos pasado por esa etapa tan convulsa, y algunos lo habéis vivido más veces desde la perspectiva de padres, así que poco os puedo explicar de eso.
Era Nochebuena.
Terminó la cena, la fiesta, los regalos, el turrón, el cava, de vuelta de la Misa del Gallo, todos ya durmiendo…
Menos yo.
Rara, extraña, sin saber qué me pasaba ni cómo gestionarlo. Algo extraño me picaba por dentro.
Entonces ocurrió.
Ví el lomo de uno de mis cuadernos adorados, impolutos… y entendí que era LA OCASIÓN.
Como cuando se abre la compuerta de una presa a rebosar de agua, así salían las palabras, conectando mente y papel a través de la mano zurda que se movía con una rapidez pasmosa.
Líneas, párrafos, páginas…
Y ya no paré.
No solo cada Nochebuena, en que repetía año tras año el ritual de quedarme sola despierta escribiendo, si no ya de una forma constante. Los cuadernos se iban acabando, y mis padres me los traían de 5 en 5. Conservo todos, han cambiado cientos de veces de lugar, casi tantas mudanzas como yo. Son mi tesoro. Quizá algún día los retome y los relea. Será bonito y entrañable. O quizá me hagan llorar mucho.
El caso es que cada Nochebuena lo recuerdo y lo celebro.
Se abrió algo muy mío que me ha salvado, liberado, tranquilizado, desahogado… Hemos evolucionado la escritura y yo de una manera muy pareja. Los que también le deis a escribir entenderéis esto que digo.
Y ya veis.
Hoy Nochebuena, y aunque estoy en Maldivas, sin absolutamente nada que recuerde la Navidad, ya hemos cenado un pescado local y a punto de dormir, vuelvo a ese recuerdo tan especial de la última infancia donde la inocencia se iba perdiendo mientras encontraba palabras que me confortasen.
Seguro que tenéis vuestros recuerdos muy especiales de estos días.
No dejéis de revivirlos.
Aunque duelan, aunque rabien, aunque piquen o despierten nostalgias…
Son parte de vuestro ser, somos así porque eso pasó.
Y seguro, seguro, que hay mucho para desgranar y sentirse bien y agradecido por ello.
Ráscalo, que siempre aparece.
Otra Nochebuena, otro trocito de escritura.
Espero y deseo que la tuya sea como sea, te haya traido un encuentro contigo mismo, con la niñez y el despertar, una reflexión profunda, porque las fechas clave tienden a esto, y un reconocimiento valioso de lo que eres.